jueves, 30 de octubre de 2008

Parábola

Se cuenta que una vez un anciano muy rico se mudó a un pequeño pueblo para pasar sus últimos años en paz. Allí compró una enorme casa abandonada y la refaccionó. Una tarde abrió las puertas corredizas que llevaban al balcón. Estas medían unos dos metros de alto y casi lo mismo de ancho.
Mientras disfrutaba del aire puro (que no se consigue en una metrópolis), observó un grupo de niños que jugaban al béisbol en la calle frente a la casa. Miró atentamente al jovencito que tenía el turno al bate, y cómo le lanzaban la bola. A partir de ahí todo fue muy rápido: el niño conectó un batazo y el anciano oyó un gran ruido a sus espaldas. Los jugadores se quedaron pasmados por unos segundos luego del estruendo; en seguida corrieron despavoridos.

Cuando el anciano volteó su mirada, lamentó mucho ver una bola de béisbol rodando poco a poco dejando atrás unos cuantos vidrios rotos… Nuevamente puso su vista en el campo de juego, y se percató de que el culpable del hecho aun permanecía atónito en el lugar de los bateadores. Entonces el anciano lo llamó. El muchacho lo pensó antes de obedecer, pero finalmente se dispuso a entrar a la mansión.

El niño fue recibido por un sirviente, quien lo escolto hasta la terraza misma donde estaba el dueño de la casa. En su mente pensaba como podría justificar el error cometido.
Al tener al muchacho delante de él, el anciano notó que estaba desarreglado y sucio (demasiado, aun para alguien que juega béisbol); sus manos y rostro estaban manchados de negro, como lo estaría un limpiabotas. Y eso mismo era: un pequeño limpiabotas huérfano, jugando con una docena de niños cobardes con familia.

―¿Sabes cuanto cuesta ese cristal? Nunca limpiarás suficientes zapatos para reparar el daño― dijo severamente el anciano. El jovencito alzo la mirada, y con vergüenza la bajo, negando con la cabeza.
―No hay nada gratuito en la vida― prosiguió, ahora con una expresión benévola en su rostro ―Todo tiene un precio. Tal vez tú no tengas que pagarlo, pero otro lo hará por ti. Yo pagare por este daño, quedas libre de la culpa, amiguito.

Y así es como el gran Señor perdonó una deuda enorme a un muchacho pobre, y éste salio sin culpas de aquella casa.

domingo, 19 de octubre de 2008

Tropiezo para el pequeño

Estando en el Instituto Bíblico, la profesora pregunto a la clase: “Todos vamos al Cielo, pero ¿Todos veremos a Dios?”. El «concilio de teólogos» había comenzado. Nuestras mentes recurrían al archivo bíblico, y argumentamos: “ya que sin santidad nadie vera a Dios, habrá mas de un cristiano carnal que recibirá la salvación, mas no disfrutara de la hermosura (la faz) del Señor.

Mientras hacíamos gala de nuestro «conocimiento» y afloraban nuestros prejuicios morales, un estudiante, el mas callado y menos «ilustrado», intervino diciendo: “Yo pensé que todo el que creía en Cristo y vivía justamente, al morir iría al Cielo”. Algunos rieron pensando: “Esa no es la discusión ¿Cual es su punto?”
Me mantuve callado, pues entendí el punto. Este querido hermano no concibe el Paraíso sin el Creador, pero los «eruditos» estábamos confundiéndolo al complicar lo más sencillo: Dios nos redime y no llevara con El, para que lleguemos a verlo.

El Señor Jesús nos advirtió una vez acerca de no hacer tropezar a uno de estos pequeñitos. La sentencia es dura pero justa:
“mejor le seria que le colgaran al cuello una piedra de molino de las que mueve un asno, y que se ahogara en lo profundo del mar” Mateo 18:6 (LBLA)

¿Por qué complicamos las buenas nuevas? El mensaje es sencillo para que TODOS lo reciban. Dios no se esconde de quienes le buscan con humildad. Que nuestro orgullo y razonamientos no bloqueen el camino hacia El… ni nosotros, ni a los pequeños.